Ella adoraba los pájaros. Pero no entendió la diferencia entre quererlos y amarlos -esa de la que todo el mundo habla cuando cita El Principito-, hasta que empezó a admirar a las aves silvestres y a anhelar parecerse a ellas. Esas que han aprendido a defenderse y a volar hasta donde sea necesario; a alimentarse y alimentar a los suyos; esas que no temen su fin, pero que luchan contra él desplegando todas sus habilidades, una y otra vez, sin cuestionarse si vale la pena o si valen lo suficiente como para conseguirlo. Fue entonces cuando recordó todos los polluelos a los que había intentado salvar haciéndoles un sitio en su hogar, pero cuya idea de futuro había sido confiscarlos en jaulas, para asegurarse de por vida de que siguieran ahí, junto a ella. Y se arrepintió. Se preguntó quién había sido ella para elegir su destino más allá del tiempo durante el que la hubieran necesitado. De no dejarlos descubrirse como las aves que habían sido desde que habitaran la cáscara que les dejó ver la luz.
Él, en cambio, no había entendido nada. Su libertad no había sido cuestionada, y eso le había facilitado seguir pensando como siempre lo había hecho: ella seguía siendo su hija y como tal, debía de prometerse no dejarla cantar allá donde no la pudiese escuchar. Porque no podía asegurarse de que siguiera respirando sin supervisar su aliento; porque así haría peligrar su ser. Aunque eso significara no dejarla descubrir el mundo tal y como es, sino hacerla conformarse con la cueva y sus sombras. Así es que ella miró, directamente y con todo el cariño que pudo, a los diminutos, vívidos, curiosos y oscuros ojos que sostenía entre sus manos. Y tras desearles que pudiesen ver todo lo que ella nunca podría, se despidió de ellos, depositándolos en las manos de alguien que les ayudaría a observar desde las alturas en cuanto estuvieran listos.
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Mayo 2020
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