Cada vez más consciente de la falta de saber, hambrienta de conocimiento, cubierta de datos borrosos, desordenados. Leves saberes que en medio del olvido se pierden y se quedan enterrados por los siguientes que llegan, más nuevos, más cercanos a mi "yo" de ahora... Pero, me recuerdo a mí misma, deben sumarse, no reemplazarse. Es más, ya no a nivel individual, sino colectivo e incluso histórico, no es bueno olvidar que uno se construye de vivencias, y que por tanto, todo lo que se pierde en la mente se resta al progreso. Orígenes, disueltos en el tiempo, perdidos en las sucesiones de lo nuevo, que necesitan ser recordados sin ser reinterpretados, sino intentando entenderlos desde lo que un día fueron; sin suposiciones de superioridad o inferioridad, sino de diferencia que puede nutrir. Así pues, mientras se ordenan mis pensamientos, hasta que vislumbre algo con claridad ( a pesar de que quizás sea la aceptación del constante caos la mayor iluminación posible hoy por hoy), unas bellas, aunque no sé hasta qué punto reveladoras palabras de Régis Debray en Vida y muerte de la imagen: Historia de la mirada de Occidente, libro que me ocupa estos días y que es en parte culpable de esta autoconciencia de la falta del saber, ya incubada de hace algún tiempo y potenciada con lo que intento ir sumando: Ver es abreviar. Poner fin a la base lógica lineal de las palabras, escapar de los corredores de la sintaxis y abarcar de una vez toda su vida anterior. Maravilloso cortocircuito: velocidad más infancia. Divina ganga que yuxtapone sin jerarquizar, sin acortar la línea ni pasar la página. Es un golpe de vista, un segundo de juventud, de síntesis y de eternidad. Un Rembrandt es un apocalipsis interior: nuestro limbo puesto al día.
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Mayo 2020
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