Estos días me ha venido a la mente, por varios casos leídos o escuchados, el primer sudor que invertí en querer ayudar a un animal de cuatro patas: un gato adulto con la cadera rota. Una historia con moraleja, aunque sin final feliz. Mis compañeros/as de clase lo encontraron y, tras un rato sin saber muy bien qué hacer con él, decidimos, siguiendo el consejo de algún “mayor” cuyo rostro no recuerdo, llevarlo al Ayuntamiento. Sin conocer si alguien lo buscaba; sin ni siquiera planteárnoslo. Unos diez años de vida teníamos. Insuficientes como para culparnos por la excesiva inocencia supongo. Buscamos una caja. Nadie quería cargar con él. “¡Yo lo haré!”, dije, pensando que me ofrecía para llevarle a un lugar seguro. Un lugar de paso, de paso a algo mejor, estaba convencida. Así que con todo el tacto que pude lo cogí y lo metí dentro de la caja. Tras de mí me seguían todos entre risas y juegos. Me sentí como una líder encabezando una cruzada. Es curioso, pero creo que fue la primera y la última vez que me sentí así. Y no lo echo de menos. Llegamos. El aliento me faltaba después del largo camino cargando con el peso del animal. Alguien habló por mí. Los policías salieron y nos pidieron que dejáramos allí la caja. “Gracias, mañana llamaremos para que lo recojan”, dijeron. Me pregunté a quién tenían que llamar para recogerlo y, satisfecha con la travesía, me despedí de todos y me marché a casa. Al llegar a casa, fui corriendo ilusionada a contarle los hechos a mi madre: “lo hemos salvado, ¿y sabes?, lo he cargado yo”, le contaba. Pero mi madre me miraba con el corazón roto. Entonces me lo contó. Me explicó cómo se actúa en esos casos y cómo suele terminar la historia: perrera, espera, muerte. Y nada más. Me sentí totalmente desconcertada. Todo lo que había sentido; todo lo que había pensado que iba a conseguir con cargar ese pobre animal hasta allí... me pareció ridículo tras conocer la verdad. Y me avergoncé de mí misma, de mi desconocimiento, de mi convicción desacertada de que con eso bastaría. Todavía no existía ninguna protectora en Sueca. Poco tiempo después, surgió PROANSU. Actualmente también están Familia Felina y Refugi els Àngels. Y ni aún así se cubren todas las necesidades; en ninguna ocasión la cifra 0 cubre una sola noticia sobre la presencia de animales en las perreras. Siguen apareciendo animales en la calle y habiendo discusiones entre vecinos/as por su presencia; amenazas a los que les dan de comer; atropellos, envenenamientos; denuncias por ambas partes; intentos fallidos de sacarlos de la calle; falta de recursos para que los voluntarios/as puedan obrar; y un largo etcétera de sucesos desencadenados de una insuficiente política en bienestar animal, de la que muchos animales son víctima día tras día. Si de algo me doy cuenta recordando aquel día, y alguna que otra experiencia posterior de la que tampoco me siento orgullosa, es de que la buena voluntad nunca es suficiente, y que acompañada del desconocimiento puede ser tan mortífera como cualquier acto hecho con mala fe. No hay peor consejero que la desinformación. Y no hay que confundir la precaución y la calma con el miedo. La indecisión con la inseguridad. No son lo mismo. A veces actuar y dejarse llevar por los sentimientos es lo fácil. Pero lo realmente complicado, es actuar bien, en todos los sentidos. Y disponer de los recursos y el apoyo para hacerlo: eso sí que es difícil. Al menos en un contexto en el que hay una falta de conciencia colectiva, que sustituye la empatía y el altruismo por egoísmo y falta de implicación.
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Mayo 2020
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